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Era viernes, la mañana estaba algo nublada y los pájaros corrían en busca de un techo, pronto llovería, y en medio del trajín por evitar ser alcanzados por la lluvia, se encontraba la pequeña Sonder, quien a diferencia de los demás, disfrutaba aquellos días lluviosos, donde hasta el sol se escondía, tal vez porque imaginaba que las gotas de agua borrarían su aspecto físico, que la transformarían en ese ser hermoso que tanto imaginaba; pero nuevamente, la lluvia pasó, el sol salió y Sonder continuaba igual, probablemente más triste, más decepcionada, pero en cuanto a su físico, todo era idéntico.
Sonder nunca conoció a sus padres, nunca supo de qué familia provenía; quienes la habían cuidado en el transcurso de su vida eran completamente diferentes a ella, lo cual hacía que la inseguridad en cuanto a su cuerpo aumentara. Sin embargo, con el pasar de los años y casi de forma permanente, en su mente siempre persistió la idea de que pronto algo en ella cambiaría, la cuestión era que los días pasaban, el tiempo pasaba, las estaciones cambiaban, y Sonder no.
El día estaba llegando a su fin y como su naturaleza lo ameritaba, al parecer esa noche mudaría, algo normal para ella, pues ya había ocurrido un par de veces, igual en la mañana podría salir de la cueva como si nada.
Pero esa mañana no llegó, Sonder, estaba segura de que ya era de día, podía ver pequeños rayos de luz ingresar por los orificios de la cueva, no obstante, no podía salir, se encontraba inmóvil en su propia casa, sentía un cansancio inexplicable y su cuerpo algo adolorido. Trece días habían pasado desde la última vez que fue vista, lo único diferente en el paisaje, que indicaba su ausencia, era lo que parecía ser una cueva abandonada con una gran cantidad de hilo blanco que la cubría.
El día catorce, la cueva se había esfumado, como si nunca hubiese existido y ni un solo rastro de Sonder, ni siquiera su cuerpo, al menos así existiría la tranquilidad de saber lo que fue de ella, pero no, nada, solo una pequeña mariposa volando torpemente.
…
–Días después, la mariposa seguía rondando mi jardín –aclaré– y como si mis dudas quisieran despejarse, comprendí que Sonder, a quien solía imaginar en historias, nunca se había ido.
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