Por Carlos Humberto Maldonado Nieves
Cuán turbulento puede convertirse escribir, no se trata nada más de depositar palabras aleatoriamente sobre un folio en blanco y pretender que aquel entramado resultante genere impacto alguno en el lector. El escritor, antes de intentar darle forma a las palabras debe resolver sus entretejidos, entresueños y conflictos personales. La coherencia y la cohesión no surge de la nada, nada puede hallarse en una mente cuyas ideas no se encuentran en armonía.
En este sentido, el escritor se torna en artista y el arte requiere dedicación, esfuerzo y compromiso. Los mejores poemas que he leído marcan el ritmo del corazón de aquel ser humano que entregó su pasión al oficio de escribir, sólo en ese momento es cuando artista, obra e intérprete se vuelven uno. Son entonces los pensamientos del escritor aquellos que marcan la armonía compositiva de la obra y sólo las mejores obras llegan a agitar el corazón de las masas.
Lo anterior no significa que las obras más reconocidas sean aquellas que más complejas resulten de interpretar, ni aquellas que más adornadas se encuentren con el uso de figuras literarias, ni la que ostente una mayor presencia de lenguaje técnico o en desuso, ni aquella que se extienda en innumerables páginas y tomos. Deslumbrante resulta hallar pasajes inconmensurables en cuyo contenido desborde el nihilismo retórico, con una opacidad latente de lucidez deprecada de la depauperación del yo. Nótese atrás cómo el uso desmedido de figuras literarias y palabras inconexas sólo denotan una carencia de lenguaje del escritor. El oficio de escribir resulta ser, en consecuencia, más que la exaltación a uno mismo, resulta ser más que una compilación de marañas, resulta ser más que una simple reducción de la redacción.
Se resalta que el autor de una obra debe conocer el público al cual dirige sus palabras, como si de un orador se tratara, y no existe público más estricto que aquel que se manifiesta ininteligiblemente en el pensamiento del artista. El mayor crítico del escritor resulta ser su primer lector, por eso, cada línea que alguna vez se ha escrito ha sido leída en primera oportunidad por la persona que la ha construido. Son entonces las apreciaciones subjetivas que el mismo escritor ha cosechado sobre su propio ser, aquellas razones por las cuales irrisoriamente grandes obras jamás serán publicadas, quedando guardadas en el cajón de un escritorio o en la mente de un soñador, olvidadas.
Es así que, el valor de un escritor no debe medirse en cuanto a la cantidad o calidad de la producción literaria que este realice, ni en la frecuencia con la que publique sus obras. Quien decida adentrarse en el mundo de la escritura debe ser consciente de sus procesos mentales y estar dispuesto a entregar sus pensamientos, recuerdos e interpretaciones de los fenómenos -culturales, sociales o políticos- a sujetos ajenos a su persona, entender que será sometido al juicio social y tener el criterio para denunciar sus creencias mediante el uso de la palabra. El valor de un escritor depende exclusivamente del valor que él mismo reúna para hacer pública su obra.
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