Por:
Cuando salí del trabajo la conocí, estaba ella sentada en una plaza y pude fijarme que de sus ojos salían incontables lágrimas, de alguna manera, logré acercarme lo suficiente para decirle:
—Disculpe, señorita. ¿Se encuentra bien? —Después de creer que no iba a responder, le oí decir, en medio de llanto y una tristeza que no pasaría desapercibida ni ante un distraído:
—¿No cree usted que esta plaza es maravillosa? Nunca verá en otro sitio un espacio tan amplio y tan acogedor al mismo tiempo.
—Ya lo creo que sí, pero, ¿hay algo que pueda hacer por usted?
No logró articular palabra alguna, pero por la forma en que me miró, entendí todo lo que quiso decir. Así que, me senté a su lado, como si fuéramos un par de viejos amigos que perdieron el contacto con el pasar de los años, y empecé a contarle historias de la plaza, de cómo tantas personas habían intentado en vano construir algo allí.
—¿Por qué nunca funcionó? —Me preguntó.
—Supongo que se rendían antes de siquiera intentarlo.
Nos quedamos en silencio y luego me lo contó todo, salió de sí tanta verdad contenida que tuve que cubrirme con mis dos manos, claro, que ella nunca lo notó; tenía que marcharse de la ciudad pronto y lo único que quería llevarse era algo inamovible. Yo no la comprendí del todo, ya que el amor por la ciudad y ese tipo de apegos me eran inexistentes, sin embargo, verla me causó un dolor que nunca había sentido. Un sentimiento que no creí tener.
Trasladé la conversación a temas más alegres, mientras lo único que pensaba era en cómo podría yo disminuir el dolor que hacía sufrir su corazón y la respuesta llegó a mí. Cuando nos despedimos, le pedí que dónde sea que se encontrara levantara la vista y buscara la ciudad, y fue así entonces, como pasé media vida sin dormir y con el poco hierro que conseguía en el trabajo, inicié una torre a la que le puse su apellido.
Me han dicho que ahora París es la ciudad del amor, ¡cuánta razón tienen! De saberlo, nadie pasaría por allí sin sentir que dejó un trocito de sí mismo.
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