Por: Camilo Rodríguez
La vida es un camino lleno de vicisitudes, afrontamos cada situación adversa de acuerdo a las experiencias propias y a las enseñanzas de nuestros ancestros, sin embargo, nuestro presente se ha visto inmerso en acontecimientos relativamente nuevos que nos han obligado a replantear la forma en que llevamos el curso de nuestra existencia. Todos tenemos claro que la muerte hace parte de nuestro ciclo en este mundo terrenal, algunos creemos ser conscientes de lo que nos espera al pasar de los años, pero en realidad nadie está preparado para afrontar cuando las manecillas del reloj, marquen la hora final.
Hace más de 11 años venía observando como el peso de los años fueron consumiendo cada gota de vida de mi padre, caída tras caída iba comprendiendo que aquel hombre fuerte que lucho junto a mamá para sacar adelante a sus cuatro hijos, se hacía cada vez más frágil. En mi mente trataba de hacerme a la idea de que aquellos quebrantos de salud inherentes a su edad algún día me arrebatarían a papá y debía estar preparado. Siempre trate de estar presente en los momentos importantes de familia, para compartir con él, acompañando a mamá en su lucha constante por no dejarlo desfallecer y atenderlo de la mejor manera, para que sintiera, a pesar de que cada día era menos consciente, que tenía una esposa abnegada y unos hijos que lo amaban. Aún así, cada vez la situación se ponía más densa y en nuestros rostros se reflejaba la impotencia de no poder luchar contra el tiempo.
Llegó diciembre del año 2019 y de repente empecé a ver por los canales de noticias, que en Wuhan se empezaron a presentar algunos brotes de neumonía atípica asociados al mercado de animales vivos; sin considerar que esta situación se saldría de control y terminaría marcando la vida de todo un planeta. Fue el 31 de diciembre, una fecha en la que acostumbraba a estar con mi familia, que empecé a sentir de manera inexplicable, que aquel fin de año sería el último con papá, y decidí no despegarme de su lado, contemplar su rostro ya desgastado por los años, y ver en cada una de sus arrugas todo el esfuerzo que había hecho por nosotros; cuanto le agradecí esa noche por hacerme el hombre que soy hoy.
Volví a Villavicencio para retomar mis actividades, y ver de qué manera afrontaría este nuevo año 2020 que pintaba bien para mi trabajo, con proyectos a mediano plazo que asegurarían mi estabilidad por lo menos ocho meses, sin embargo, todo se empezó a desdibujar al pasar de los días, cuando el Covid-19 de manera maratónica inicio su carrera destructiva por el viejo continente. En febrero papá enfermó aún más, en ese momento comprendí que era el momento de afrontar mi mayor temor, así que decidí viajar para verlo y tomar su mano por última vez, besarle la frente, y decirle cuanto lo amaba; que era el hombre de mi vida, y que estaba con él hasta el final, me despedí. Retorne a mi hogar porque las obligaciones no daban espera, intenté recuperar todos los planes y proyectos que tenía para el 2020 sin contar que el 11 de marzo, la vida nos daría un vuelco total, y el viacrucis apenas empezaba para mí y mi familia.
Alrededor de las 9:30 de la mañana del 25 de marzo, suena el teléfono, era mamá; su voz entrecortada me dio a entender lo que había pasado, su llanto era el reflejo de la partida de papá, y yo simplemente quedé en shock, solamente ese día comprendí que realmente nunca estuve preparado para su muerte. Muchas personas comenzaron a llamarme para lamentarse por mi perdida, y en mi cabeza solo rondaba la pregunta de ¿Cómo voy a llegar al pueblo, para acompañar al viejo en su momento final?; Dicen que en estas circunstancias es cuando se conocen a los verdaderos amigos, y que razón tiene quien alguna vez lo afirmó.
Sobre la una de la tarde partimos hacia el Casanare, junto con mi hermano mayor, su esposa y mi sobrina en el carro de un amigo, quien muy amablemente y luego de años de no vernos, se ofreció para acompañarme, él sabe que siempre se lo voy a agradecer y que nunca olvidare lo que hizo por nosotros aquel día. Tardamos alrededor de 12 horas en llegar al pueblo donde residían mis padres; es una lástima que una tragedia familiar se vea magnificada por el hecho de soportar transitar por vías nacionales, que están siendo mejoradas, y en donde lo único que se observa es la planeación burda y absorbida por la corrupción, logrando entorpecer cualquier intento de desarrollo de las regiones apartadas y olvidadas, como lo son los llanos orientales.
Al fin llegamos a Orocué, era alrededor de la 1:30 am y no dude en abalanzarme sobre los brazos de mamá, necesitaba abrazarla y hacerle sentir que no estaba sola, que había sido una mujer valiente, amorosa, incondicional con papá y que me sentía muy orgulloso de ser su hijo. Me aparté y corrí a verlo, ahí yacía el hombre que me contaba las historias más disparatadas, pero que disfrutaba tanto por su forma de contarlas, el padre que me llevaba al colegio y siempre vivía pendiente de mí, de alcahuetearme mis caprichos y que aunque fue un hombre de pocas palabras siempre me demostró que me amaba, lo acompañe hasta que mis ojos se cerraban por el sueño.
Esa mañana, mi hermano mayor me contó de lo difícil que fue lograr velar a mi padre. Con el poco conocimiento acerca de la pandemia, en gran parte del país, cualquier persona que falleciera era presentada como víctima del Covid-19, existía un afán por convertir a todos nuestros muertos en cifras para mostrar y mi progenitor no era la excepción. Sin embargo, y luego de demostrar que las causas de la muerte de papá eran naturales y no efectos del virus, pudimos darle cristiana sepultura; no sin antes sufrir la negligencia y los atropellos del sistema de salud, que aparentemente lo único a lo que le rendía importancia en aquellos momentos, era a contar cadáveres y a mostrar los avances en la “contención” de esta enfermedad.
Después de dos días debía volver a casa, y luego de dejar a papá en su última morada, emprendimos un viaje de retorno igual de tortuoso que el de ida, lleno de controles policiales y militares que se dedicaban a cumplir las órdenes de no permitir el tránsito de particulares sin razones de peso; por suerte cargaba conmigo el acta de defunción, y era nuestro pase para movilizarnos, o al menos eso creíamos nosotros, pues no faltó el que quiso sacar provecho y trato de retenernos con el argumento de que no era una razón suficiente la muerte de mi viejo, ya se podrán imaginar lo que querían.
Qué difícil es perder un ser querido, creo que en eso estamos todos de acuerdo; pero esta pandemia nos ha marcado a todos, yo corrí con suerte y pude despedir a mi padre de la mejor manera, a pesar de las dificultades, pero sé que muchas personas, ni siquiera pudieron ver a sus familiares en su lecho de muerte, verlos en un ataúd, llorarlos, velarlos o darles cristiana sepultura. Este virus por poco nos arranca lo poco que nos queda de humanidad, nos doblegó tanto que nos hizo cambiar de parecer en varios aspectos de la vida, en saber definir y diferenciar lo urgente de lo importante, y que ante este tipo de situaciones, todos somos iguales; “la muerte nos mira con los mismos ojos, y escoge al azar a quien se lleva”. Ojalá que hayamos aprendido las lecciones.
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