Por: Michael Barajas Pérez
La obediencia ha sido una cualidad inmersa en la estructura de la sociedad, muchos la tildan de virtud, otros de atributo detestable en el comportamiento de las cosas. Sin embargo, no le quita para nada su ímpetu y trascendencia en la contemporaneidad. La susodicha ha estado presente en el comportamiento de los seres sociales, desde la existencia de clases sociales y jerarquías: ésta siempre ha tenido un rol importante en el trasegar de lo acontecido. No obstante, ¿es la obediencia del todo benévola o cae en la perversidad? Sin duda alguna, la obediencia juega un papel crucial en nuestra correcta interacción social, pero podría ralentizar y, hasta esclavizar nuestro juicio y forma de actuar.
El espíritu moderno empezó a germinar con Erasmo de Rotterdam, él era un absoluto insurrecto, iba en contra de todos los dogmas preestablecidos; tanto, que llegarían a influenciar al reformador Martín Lutero, que a su vez compartía sus ideales de insurrección. En adición, la filosofía moderna que tendría las riendas en René Descartes y acabaría luego en manos de alemanes: iba en contravía de las doctrinas morales de obediencia enseñada en los anteriores siglos; todo gracias a la extinción de esa venda que nos instauraba la obediencia. Transcurridos varios siglos, Harold Laski lanza un libro llamado Los peligros de la obediencia en donde nos habla sobre la verdadera forma de ser civilizado que es la eliminación del ideal “obediencia ciega y sin cuestionamientos”, que solo esto nos daría el título de ser racional. Asimismo, nos exhorto a no callar ante las opiniones autoritarias desproporcionadas porque el silencio es sinónimo de aquiescencia; “el que calla, otorga”.
La obediencia es como el licor, en su respectiva medida y cantidad es menester, pero si se excede de ésta: pasa a ser un vicio, a eso conlleva Los peligros de la obediencia.
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